30 Festival Internacional de Cine en Guadalajara:
Memoria y violencia en América Latina
Gabriel González-Vega / para CAMPUS*gabriel.gonzlez.vega@una.cr
Tres incisivos filmes peruanos, muy distintos entre sí, convergen en su afán exploratorio de un pasado siniestro en el subcontinente más desigual del mundo, el nuestro.
En N.N. (No Name/Sin nombre), a partir de una anécdota, Héctor Gálvez construye con destreza el proceso de un forense que se detiene a investigar uno de tantos cadáveres que exhuman en un territorio con 15 mil desaparecidos, casi todos humildes. La foto de una joven agradable en el pantalón del muerto inesperado aviva la curiosidad de un experto a medio camino entre el fastidio burocrático y su empeño humanitario. Un indicio que dispara una búsqueda, un anhelo, una expectativa. Es pieza de un rompecabezas que se arma y desarma para nunca cuadrar. El horror reiterado rebota en la mirada impávida de los pobres sin voz, sin justicia. Una de tantas señoras que desde hace décadas buscan a sus familiares, sueña haber hallado a su marido, cuando cruza camino con el sobrio funcionario. Son los pequeños días de figuras trazadas por dolores descomunales. Con un ingenioso entramado que recorre ciudad y sierra, día y noche, ansiedad y reposo, los escasos personajes sostienen, en primeros planos significativos y bien ponderados, ese calvario de la soledad y la tristeza en busca de un alivio menguado. Pese a la atmósfera plomiza y el tono desencantado hay firme voluntad detrás de la inercia de estas víctimas de una opresión que tampoco tiene nombre. No hay alusiones claras a los verdugos ni al contexto, sino la perspectiva de aquel al que le basta identificar un cadáver para satisfacer el duelo y seguir rodando con su escaso sentido, o para desposarse con un acto de caridad que justifique navegar entre el horror opaco. El autor del apreciado filme Paraíso revela gran destreza como arquitecto de imágenes y narrador de historias que tienen carácter universal a partir de su ombligo peruano. Con indudable eficacia y mirada oblicua, Gálvez remueve las tumbas clandestinas con ojos de antropólogo para llevarnos de la mano con los sentimientos de las víctimas y sus testigos. No aterriza en las variables políticas sino que ausculta los corazones dolidos de esos condenados de la tierra cuya voz quechua se apaga pisada por la maraña de intereses y negligencias a la que asoma, valeroso, un prudente funcionario. Un filme que se agradece, aunque nos deje tristes y cabizbajos.
En el oportuno Sebastián el protagonista regresa de Los Ángeles a su pueblo del norte para lidiar con la homofobia de su madre, el resentimiento de su exnovia y un coro de vecinas mojigatas y de amigotes decididos a crucificarlo. Con sencillez describe un itinerario de intolerancia, como es usual, disfrazado de buenas costumbres.
En el conmovedor documental Tempestad en los Andes es una joven sueca la que vuela al Perú para entender la matanza que envolvió a su familia en la guerra cruzada entre el Sendero Luminoso y el gobierno represivo, donde ambas facciones arrasaron campos y barrios. Allí ella se topa con la valiente Flor González, que carga por doquier el retrato de su hermano, joven poeta rebelde desaparecido. En este esclarecedor relato se apunta con certeza a los responsables del horror y se ensalza el coraje de sus familias desgarradas.
Las tres son visiones críticas para comprendernos mejor; para creer que sí podemos desterrar la violencia.
*Académico de Estudios Generales-UNA