El capitán

Itinerario de la degradación humana en el ocaso del nazismo sacudió el Festival de San Sebastián

“Auschwitz comienza siempre que alguien mira un matadero y piensa: son solo animales.” Teodoro Adorno (leído en un performance de 269life en Praga)

Gabriel González-Vega
gabriel.gonzalez.vega@una.cr

Luego de su estreno en el prestigioso Festival de Toronto, con la presencia de realizador e intérpretes, el puerto vasco que acoge la Playa de la Concha recibió Der Hauptman a sala llena y reconoció su mérito con el Premio a la Mejor Fotografía (de Florian Ballhaus, hijo del consagrado Michael –el lente de Scorsese- recién fallecido). Realizada casi toda en acentuados blanco y negro, superrealista y de carácter teatral, con manejo eficaz de ángulos altos (acaso el juicio divino) y bajos (fragores rastreros), es demoledora, lacerante. Lo mejor, pienso, el periplo hasta el campo de concentración, un aterrador road movie, y luego en éste la depravación, donde la mayoría de las víctimas son desertores. Después un cuestionable final farsesco y una coda con los créditos que subraya la vigencia del tema, la maldad recurrente.

Veterano de muchos festivales, este cronista que ya jubilado sigue aprendiendo a su manera –nunca hay que dejar de estudiar-, gracias a un viaje en tren desde Casablanca hasta París, por primera vez asistió a un festival no como invitado sino como cinéfilo apasionado para apreciar creaciones como Cuervos (Jens Assur), morosa descripción de una atmósfera campesina opresiva (como en El valle de los carneros), inquietante pintura sueca de vidas mediocres y ajustadas, vista a través de los ojos de un adolescente que ve a su padre presa de la desesperación y demencia crecientes en la rutina de su ignorancia e impotencia existencial. Por cierto, allí estuvo en la 65 edición de la imponente cita Donostia la Medea de Alexandra Latishev, con Liliana Biamonte (El sonido de las cosas), artistas nacionales. Un logro que se agradece y que espero observar pronto en Costa Rica.

La enorme oferta del prestigioso evento, mezcla ahora de aliento crítico y alfombra roja, fue inaugurado con Inmersión del legendario y polémico –me confieso admirador fiel- Wim Wenders (por cierto, en esos mismos días en Budapest encontré la exposición fotográfica Génesis del colosal S. Salgado, protagonista de su fabuloso documental La sal de la tierra (http://www.nacion.com/ocio/artes/sal-tierra_0_1478252191.html). Allí estuvo Alicia Vikander, protagonista (la esposa de La –valiente- chica danesa).

Acerté al elegir El capitán; agradable no, mas sí aleccionadora. Cuenta el caso verídico de un raso de 19 años, interpretado por el suizo Max Hubacher, que teje su enigma con aplomo. Al final de la II Guerra Mundial, en una Baja Sajonia desolada deserta del desmoralizado ejército alemán –la tensa secuencia inicial es brillante, lapidaria; pensé en Kusturica-, y al encontrar por casualidad un traje de la Fuerza Aérea se convierte en el oficial, un proceso como el de Kagemusha (Kurozawa), pero moralmente a la inversa. De la sobrevivencia, reto tras reto, pasa a la convicción, transformado en el verdugo del que huía, cebado con el poder inmerecido, metáfora de otras formas de necrofilia. Se le van uniendo otros desertores y cada vez que están a punto de atraparlo su temple y audacia le permiten continuar con la impostura. Como en el Wenders clásico lo obvio no se ve. Se conoce la mentira, mas no conviene saberla y ésta se trastrueca en realidad.

Este Mefisto (Szabó) va apretando el nudo de su Cinta blanca (Haneke) y se envenena con la lujuria de su mando y privilegio. Metáfora universal. No cabe duda de que el poder corrompe. El hábil militar se vuelve parodia y para los abusos absurdos, cual J. Belfort (El lobo de Wall Street), no hay saciedad posible. Y su estela de horrores sigue recorriéndonos, dice al final.

El director Robert Schwentke nació en Alemania mas se formó en Hollywood, donde ha dirigido a grandes estrellas (Bruce Willis, Morgan Freeman) con notable destreza. Yo valoro mucho su Plan de vuelo con la inefable Jodie Foster. Esa habilidad para narrar y poner en escena con éxito la puso al servicio de una obra original y desgarradora, mirada restrospectiva a la culpa del nazismo y a su prevalencia ideológica. Su inesperada hondura filosófica y raigambre humanista se asocian con sus estudios en Tubinga y lo acercan a genios como Schlondorff (El tambor de hojalata) y Henckel von Donnersmark (La vida de los otros). Urge verla.

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    Noviembre 2017 - Año XXVII # 292

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