Día del trabajo, mujeres y paridad salarial

Claudia Palma Campos (*) para CAMPUS
claudia.palma.campos@una.cr

Desde que las mujeres se incorporaron al trabajo remunerado, en los albores de la sociedad industrial, empezaron ganando menos dinero en comparación con los hombres por el mismo trabajo realizado. Hilaban algodón desde los hogares, y cuando salieron a las fábricas, las trataron de devolver a sus casas a través de la exigencia del cuidado de la familia, creando culpa y control, bajo el alegato, al igual que ahora, del abandono de las tareas obligatorias del hogar. Y es que la misma organización socialista alrededor de los derechos laborales, que se consagran cada 1 de mayo, se cuestionaba si las mujeres tenían que trabajar, ganar un salario y si las fábricas eran lugares “aptos” para ellas. No se sabía cómo hacer compatibles el trabajo asalariado y el espacio de la reproducción. ¿Hasta dónde llegaban los límites de las tareas? ¿Qué tipo de trabajador era una mujer? Algunas mujeres socialistas lo tenían mucho más claro, como Clara Zetkin o Flora Tristán, pero sus reivindicaciones no fueron reconocidas, sino con el paso del tiempo y tras la consagración del 8 marzo, en 1911, día en el que realmente se rememora a las mujeres trabajadoras. La opresión laboral y salarial tiene en parte sus raíces en la forma que se  ha divido el trabajo y el valor económico y simbólico que se le da. La manera en que se definió el trabajo fue mutilado por la economía, dejando por fuera miles de tareas cotidianas, fundamentales para el sostenimiento de la vida. Por trabajo se ha entendido sólo aquel que se paga, aquel que produce mercancías, cuando correctamente este debería ser el “empleo”; es decir, trabajo y empleo no son sinónimos. Por trabajo debe entenderse toda labor que contribuye a sostener la vida humana. Si se toma por ejemplo la alimentación, es fácil determinar que ésta no se reduce a los bienes que se compran para comer, sino a las horas dedicadas a su preparación, elaboración y conservación. La cadena alimenticia alberga una serie de tareas que inician en el campo y se acaban en la cocina, lavando los platos.

La economía feminista reitera que el segundo pilar que sostiene la vida de la humanidad, después de los recursos naturales, es el trabajo del cuidado, el cotidiano e invisible, donde residen todas estas tareas y que no es pagado ni valorizado en el mercado. La disparidad empieza en la casa. En América Latina las mujeres trabajan de 3 a 5 horas más por cada hora de las que hace un hombre en el hogar. En Costa Rica, por cada 5 horas que una mujer la dedica al trabajo del cuido y tareas no remuneradas, los hombres dedican menos de dos.

En términos de salario a nivel mundial, las mujeres ganan 77 céntimos por cada dólar que gana un hombre por el mismo trabajo, mientras que en Costa Rica las mujeres podrían ganar entre el 10 y el 30% menos que sus compañeros hombres en las mismas tareas. Por otra parte, en América Latina, el 59% del trabajo que realizan las mujeres es informal; es decir, trabajo mal pagado, sin garantías sociales como pensión, licencia por maternidad o salud. En el país se puede hablar del trabajo de temporada como la recolecta de café o piña, las ventas callejeras o las empleadas domésticas. Estas son personas con baja escolaridad, poca formación y capacitación, en muchas ocasiones migrantes, y sobre todo, con muchas necesidades económicas, por lo que están dispuestas a realizar estos trabajos sólo con tal de aportar al sustento familiar.

Y es probable que aquí arribemos a un tema muy sensible, en el que individualmente estemos involucrados. Se trata del trabajo doméstico remunerado, aquel que se le paga a una persona que viene a nuestra casa a realizar nuestras tareas de subsistencia; este sigue siendo unos de los más necesarios, a la vez de los más desprotegidos. Pocas veces se cumplen las horas estipuladas por el Ministerio de Trabajo, y se pagan pocas sumas de dinero si se contrata por horas, con lo que no se cumple el salario mínimo que se debería devengar. En el país existen al menos 170 000 personas que trabajan en los hogares, de las cuales la mayoría son mujeres, más del 90%. A nivel mundial las personas empleadas en el hogar son migrantes, alcanzando un 73%, lo cual propicia que el empleador cometa errores de contratación, pagando menos dinero o pidiendo más horas de trabajo por su condición de ilegalidad; el 57% de estas personas trabajan sin un horario establecido, en jornadas de más de 16 horas diarias. En Costa Rica, del total de las personas que trabajan en los hogares, sólo el 15% está asegurada. Aunque parezca mentira, en el año 2016, se pensionaron apenas 28 mujeres por cotización del trabajo doméstico.

Todos estos datos nos ponen en una disyuntiva delante del día internacional del trabajo, pues a pesar de los avances logrados en términos de educación y capacitación, así como de participación política, las mujeres trabajadoras que no tienen capacidad de reclamar sus derechos laborales inclinan la balanza en perjuicio de la equidad entre los sexos y la equidad social. En la mayoría de los casos, su historia está llena de escazas oportunidades, no por ausencia de deseos o ilusión, sino por falta de apoyo social. Pero si junto a la carencia de oportunidades y formación, la sobrecarga de tareas en el hogar reduce su participación laboral, a la vez que ésta implica una disparidad de pago en el empleo, razones de sobra existen para comprender que tenemos que seguir hablando de que no existe paridad social para las mujeres, y que el camino a ello implica un compromiso político y personal. En buena hora, en este momento se encuentra en discusión en la Asamblea Legislativa el proyecto de Ley No.7142, Ley de promoción de igualdad social de la mujer de 1990, para incorporar lo referente a la protección de la igualdad salarial entre mujeres y hombres. ¡Esperemos que llegue a buen puerto!

(*) Programa Coyuntura, Escuela de Sociología.

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    Mayo 2018 - Año XXVIII N° 297

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