La cuesta de la vida
Gerardo Zamora B./CAMPUSgzamorab@una.cr
Fue hace cinco años, cuando un buen amigo me invitó y ¡qué buen amigo!, pues tuvo la paciencia de persuadirme por varios meses, hasta que di el brazo a torcer.
Luego de prepararme algunas semanas, tuve mi primera cita con la calle. Aún recuerdo ese domingo de abril en mi querida Heredia, era la “Carrera de las Flores”. Fueron diez kilómetros. El tiempo que registré sería lo de menos –¡qué dicha que así lo veo, porque ingresé entre los últimos competidores, con la ambulancia pisándome los talones!–.
Debo confesar que lo de aquella mañana fue un amor a primera vista que conservo hasta hoy. Más allá de la técnica aprendida, el entrenamiento regular y los implementos adecuados, el atletismo me hereda tesoros invaluables. La disciplina, cuando el diablo matutino te fastidia para no entrenar. Le tenacidad del adulto mayor que cruza la meta. La fuerza interior del atleta con alguna discapacidad. La perseverancia de quien ve de cerca la retirada, pero al final se resiste a “tirar la toalla”. El aplauso solidario de vecinos que salen de sus casas con mangueras o de “colegas” que animan la competencia. Y por encima de todo, la valentía de vencerse a uno mismo, porque en medio del bosque de piernas, vas solo, es tu respiración, tu mirada, tu sudor, tus tentaciones a declinar, tus fantasmas del fracaso, la sombra de la derrota, la cuesta empinada, el sol ardiente, las suelas que queman, el monstruo del “qué dirán”.
Correr es, finalmente, el arte de superar tus miedos, disfrutar del paisaje y saberse parte de ese grupo de valientes; medicina para la autoestima, endorfinas curativas, bendito estabilizador emocional, escuela para una espiritualidad más sana.
En el fondo, la vida es una carrera. ¿Querés correr?