La insoportable inmigración del ser

Víctor J. Barrantes C.
vbarrant@una.cr

¿A qué condiciones extremas se tiene que ver sometido un ser humano antes de tomar la vital decisión de dejar su país, la tierra en la que no encontró las oportunidades que buscaba, para inmigrar a otra que aparentemente sí le ofrece tales posibilidades, aunque no le garantice el respeto a su dignidad? Así, la persona se mentaliza y piensa: dejo mi país, mis miserias y mis tragedias atrás y me enrumbo a un lugar en donde no solo sufriré discriminación, racismo y todas las formas posibles de xenofobia sino que, además, debo asumir como posibilidad que si las circunstancias me colocan en el lugar y en el momento menos indicado, hasta le tengo que poner el pecho a las balas racistas por ser este también un riesgo asociado con la tierra prometida.

Pareciera que el discurso nos rebasó y solo nos sobreviven las contradicciones. El 30 de julio se conmemoró el día mundial contra la trata de persona, un día “para concienciar sobre la situación de las víctimas del tráfico humano y para promocionar y proteger sus derechos” (Naciones Unidas). Y como si fuera una broma planeada, ese mismo día se detuvo aquí a un red dedicada al tráfico de personas, que llevaban en tránsito hacia el norte del continente a 31 persona en Costa Rica y unos cuantos más en Panamá.

Menos de una semana después, dos tiroteos masivos (el trigésimo segundo de este año) dejaban 22 muertos en El Paso, Texas y otros 9 en Dayton, Ohio. El primero, un crimen de odio, de demostración de “terrotismo blanco”, que encuentra su motivación (y justificación) en el discurso de un líder plantado en su atalaya, muy cómodo por representar a una supremacía blanca que aplasta todo aquello que no se le parezca y que la emprende, especialmente, contra la población latina… por entrar, por jugar con las reglas que históricamente esa misma sociedad ha validado; en fin, por inmigrar.

Viendo las imágenes de televisión sobre una madre desesperada implorando piedad—sin éxito—ante la policía fronteriza de los Estados Unidos para que la dejaran reunirse con su hijo, al otro lado de la línea todavía invisible, pensaba en lo que planteaba el escritor checo Milán Kundera: “El que está en el extranjero vive en un espacio vacío en lo alto, encima de la tierra, sin la red protectora que le otorga su propio país, donde tiene a su familia, sus compañeros, sus amigos y puede hacerse entender fácilmente en el idioma que habla desde la infancia” (La insoportable levedad del ser).

No se trata de negar la posibilidad de que alguien pueda inmigrar a vivir otra cultura, e incluso echar raíces cuando se trata de una escogencia personal. El problema es cuando la única opción es autoexhiliarse y someterse a una condición aún más vulnerable que la que dejó atrás.

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    Setiembre 2019 - Año XXXI N° 312

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