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¿Cómo enfrentar los cambios?

Las últimas denuncias sobre malversación de fondos públicos ponen en evidencia que las redes de corrupción en el país involucran a los más altos niveles políticos, generan una pérdida de la inocencia colectiva de amplios sectores populares y muestran que se ha llegado a un punto donde se podría llegar al caos, de no haber cambios .


Miguel Sobrado*

¿Qué es lo que sucede que todo parece descomponerse? ¿Será que estamos frente a un cataclismo? No parece esa ser la mejor forma de interpretar las cosas. El cambio y la transformación han acompañado a la humanidad siempre, desde las bandas evolucionamos hacia las tribus, de estas a las jefaturas y a los estados. De formas de organización simples a formas cada vez más complejas, conforme ha ido transformando el ambiente, la tecnología y la demografía, ha evolucionado la sociedad y los sistemas de poder. Duramos varios milenios para pasar de la recolección a la agricultura, apenas varios siglos para transformar el feudalismo en capitalismo y posiblemente solo algunas décadas para pasar a lo que ahora, por decir algo, llamamos sociedad pos-industrial o pos-capitalista. La velocidad del cambio es cada vez mayor y los procesos que vivieron diez generaciones, para adaptarse al capitalismo industrial, posiblemente tendrá que vivirlos nuestra generación. Vamos hacia una nueva formación social que perfila riqueza suficiente para resolver todos los problemas de la humanidad, pero la transición esta llena de peligros y amenazas.

Las viejas estructuras institucionales y de poder, internacionales y nacionales, pretenden perpetuarse y establecer redes de dominación mundial que les garanticen concentrar la riqueza, cada vez más, en sus manos a costa la exclusión de las amplias mayorías. Pero estas estructuras de poder están agotadas y generan cada vez más conflicto y reacción. El cambio requiere, para canalizarse institucionalmente, de nuevos espacios de ajustes sistémicos profundos. Cuando las fuerzas sociales no los encuentran la presión se acumula frente a las instituciones existentes, como las avalanchas frente a las presas, desbordándolas y, si la presión es mucha, las derriban llevándose a su paso todo lo que encuentran. Se produce así el caos. Un caos que pudo ser evitado con ingeniería social oportuna, ajustando las estructuras institucionales a las nuevas necesidades.

El caso de Costa Rica

En nuestra breve historia nuestra nación ha vivido, en el pasado, dos momentos de ajuste sistémicos importantes, aunque no tan profundos como el actual. Me refiero al montaje del Estado liberal en la década de los 70 y 80 del siglo XIX y a la entronización del "Estado de Bienestar" en las décadas de los 40 y 50 del siglo XX. En ambos casos las crisis fueron superadas por una nueva visión de futuro compartido (lo cual no exigió necesariamente consenso) y una nueva estructura institucional que desechó algunas viejas y creó nuevas, las necesarias para poner en marcha el nuevo Estado.

El proyecto nacional puesto en marcha en la segunda mitad del siglo XX se agotó a finales de la década de los setenta y, desde entonces, se ha venido imponiendo sin mayor consulta, por parte del equipo económico del PLUSC el modelo neoliberal, que aunque corrigió algunos problemas macroeconómicos, ha generado nuevos problemas.

El neoliberalismo, monoteísmo político de las últimas décadas, ha sido particularmente perverso en Latinoamérica convirtiéndose en un verdadero saqueo de los bienes públicos. Bajo el pretexto de generar competitividad desprotege a los pequeños y medianos empresarios, al mismo tiempo que cultiva un estado nodriza para los grandes oligarcas, políticos empresarios y las transnacionales.

Este modelo predica que la concentración de la riqueza que genera no es problema ya que llevará a un "derrame" que beneficiará a toda la sociedad. Esto no ha sido así, sino que ha incrementado la desigualdad, ya de por sí grave en nuestro sub-continente, y la exclusión social. La única visión de futuro compartida por el equipo dirigente es hacerse cada vez lo más rico posible al calor de sus influencias y poder dentro del Estado.

Esta falta de visión y una rapiña cada vez más evidente, no solo ha descompuesto la vida social incubando la delincuencia en todos los niveles, sino que ha creado un clima de desesperanza y frustración frente a las promesas incumplidas y la negativa sistemática a introducir las reformas necesarias para el cambio que nos conducen en ruta de colisión. Me refiero a los controles ciudadanos que tiene toda democracia avanzada como el referéndum, la rendición de cuentas con revocatoria del cargo y la reforma del todo el aparato político.

Las últimas denuncias sobre malversación de fondos públicos han puesto en evidencia la complejidad de las redes de corrupción involucrando a los más altos niveles políticos y han producido un verdadero shock o perdida de la inocencia colectiva, por llamarlo de alguna manera, de amplios sectores populares. Estas denuncia han sido un verdadero torpedo en la sala de máquinas del sistema político institucional y que aunque los efectos no sean inmediatos, se ha generado una situación donde el cambio se hace una necesidad irreversible. ¿Pero el cambio hacia donde? En la Asamblea Legislativa hay un solo modelo claro el de los liberales del Movimiento Libertario que proponen no pagar más impuestos para ordenar el estado y de paso reducirlo a su mínima expresión. Los otros sectores constituyen un variopinto donde hay de todo, desde quienes piensan que la solución está en controlar los pequeños detalles, porque de lo pequeño se va a lo grande, hasta quienes entienden que se requiere un nuevo sistema institucional.

En lo inmediato pienso que lo más importante es impedir la destrucción del Estado propuesta por la política de cero tributos nuevos del Movimiento Libertario. Porque, si bien es cierto que si no tributamos más se obligará a reorganizar el Estado, también es cierto que esto provocará un violento colapso y una crisis profunda que afectará la educación, la salud, las pensiones y el bienestar general. O sea que si bien matamos la plaga nos morimos en el intento.

Actualmente solo se recauda el 13% del PIB para la hacienda pública, cuando este porcentaje debería oscilar entre el 18% y el 20% para alcanzar un desarrollo sano. No debe olvidarse que, para colmo de males, la deuda pública consume actualmente más del 40% del presupuesto y que este porcentaje seguirá creciendo si no se reforma el sistema. Hay que hacer que paguen quienes tienen privilegios de no pago, al mismo tiempo que promover las reformas claves para crear cauces institucionales al descontento nacional. En esto tienen mucho que decir, y pronto, las universidades y la intelectualidad nacional. El tiempo para hacer una transición ordenada se está agotando.

* Catedrático Escuela de Planificación y Promoción Social, UNA.



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