La casa por la ventana Cielos Carlos Francisco Monge Se van a cumplir 400 años desde que Galileo Galilei publicó un opúsculo, de título más bien poético: El mensajero sideral (Sidereus Nuncius). Resumía los descubrimientos que con su pequeño telescopio había hecho durante pacientes noches de observación y al cabo de infinitas horas de cálculos y reflexiones. Durante casi veinte años, Galileo fue profesor de geometría y mecánica en la Universidad de Padua. Sus conocimientos del espacio exterior los había adquirido con el telescopio que construyó, siguiendo tal vez modelos de algún otro inventor menos conocido. Sabios y observadores como aquellos hicieron que nuestro mundo se abriera a dos universos complementarios: uno, el físico, de los lejanos astros y planetas; otro, el mental, con el que se abandonaron para siempre dogmas y creencias. Pero, ¡oh sublime paradoja!, ni Galileo ni sus contemporáneos midieron sus afanes en términos numéricos ni económicos. ¿Qué habría pensado el sabio si, al presentarse ante su universidad con el proyecto de un nuevo telescopio, su rector le hubiese preguntado por la cantidad de planetas y estrellas que planeaba descubrir? Lo probable es que el maestro se habría vuelto a casa, con su rudimentario tubo de dos lentes en sus extremos, y seguiría trabajando por su cuenta, seguro de que en sus manos el catalejo aquel sería más útil que en el despacho de la rectoría. Por suerte no fue así, porque Padua era bastante liberal y la Inquisición no era muy fuerte en la entonces República de Venecia. ¿Por qué a nosotros, profesores no más de una modesta universidad (herediana, por más señas), nos exigen números, cantidades, estadísticas, proyecciones financieras, y hasta la cantidad de clips que vamos a emplear, para aprobar un proyecto de investigación sobre historia, filosofía, lingüística aplicada, bioética o reforma educativa? Tal vez la respuesta habrá que buscarla en las estrellas, como lo hizo Galileo hace cuatro centurias, mirando a los cielos verdaderos.

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